Los rayos del sol acariciaban sutilmente un lago color esmeralda. El ligero soplo de la brisa estremecía el agua, atrayendo al mismo tiempo las altas hierbas y a las hojas de los árboles en un baile de cuchicheos.
Hundido en el mar de hierba, un hermoso pelambre dorado y rojizo manchado de negro revelaba la presencia de un elegante felino al acecho.
En realidad, eran dos jaguares que se hallaban agazapados cerca del lago, esperando con extraordinaria paciencia que un tapir o un armadillo bajara a beber agua.
Los dos felinos habían dejado la madriguera unas horas antes. Era la primera vez que Gruldia experimentada hembra, llevaba a Kéur, cachorro jugador y lleno de energía, a cazar con ella. Gruldia había recomendado a sus otros tres cachorritos recién nacidos no salir de la pequeña cueva en donde la familia se había instalado. La madre temía más que todo que sirvieran de bocadillo a alguna hambrienta anaconda, lo que había ocurrido ya a uno de los cachorros de la camada anterior. De aquella camada de tres solo quedaba Kéur, pues el segundo jaguarcito había confundido el sonido de la calabaja de los braconeros (instrumento africano) con la llamada de su madre.
Así pues, Gruldia y su hijo mayor habían salido corriendo por la selva amazónica, majestuosamente elegantes, fluidos y sigilosos, como suspiros. La selva le pareció a Kéur tan inmensa y poderosa, que se sintió de pronto tan insignificante como una mosca.
-¿Tienes idea de dónde vamos?, preguntó Gruldia al joven jaguar.
-Pues...a donde encontraremos animales comestibles, respondió Kéur, antes de darse cuenta de la estupidez de la respuesta.
-¿Y dónde encontraremos animales comestibles?- continuó su madre.
Kéur había dejado de correr y estaba muy concentrado, más concentrado que nunca.
-¿Qué necesitan nuestras persas para vivir? Le ayudó la hembra.
-Necesitan...¿hierba? ¿hojas de árbol?
-¿Y qué más?
Kéur gruñió, signo de que reflexionaba muy atentamente.
-¡Ah! ¡Agua! ¡Necesitan agua!
Los ojos de oro de Gruldia brillaron.
-Bien. Ahora vuelvo a preguntarte ¿ tienes idea de dónde vamos Kéur?
El cachorro sonrió maliciosamente.
-Sí tengo idea de dónde vamos. Vamos hacia el lago verde al que nos llevas cuando hace calor.
Al llegar al dicho lago, madre e hijo lo rodearon para colocarse contra el viento y evitar así que sus presas percibieran su olor. Por fin, Gruldia y Kéur se había disimulado entre las hierbas. La espera podía empezar.
-Una presa no solo se ve, murmuró la hembra jaguar, se oye, se huele y se siente. Escucha al viento, olfatea su perfume, haz de él tu amigo.
Kéur se estremeció. Las palabras de su madre le habían verdaderamente conmovido.
Respiró profundamente y cerró los ojos. Nunca se había sentido tan feliz de vivir.
BOUM! POUM! PCHHHH!
Gruldia se sobresaltó.
BAAM! PUICHHHH!
Kéur gritó de temor.
PULEKTRRRRRR!
La hembra gruñió de rabia. No había necesitado más que algunos segundos para adivinar lo que estaba pasando. Lo había vivido tantas veces...
De repente, un imponente árbol empezó a moverse, lentamente, como si bailara.
-¡El árbol! ¿Por qué se mueve? articuló el joven jaguar, asombrado.
-No se mueve, Kéur, se está cayendo, respondió Gruldia con voz desnuda de cualquier emoción.
Pero el oro de su mirada temblaba de rabia, tristeza y sobre todo de temor sin límite.
-¿Cayendo?...Pero... tartamudeó Kéur.
El tiempo pareció suspenderse, como si el mundo entero mirara al hermoso follaje derribarse silenciosamente, esperando el inevitable choque.
Fue espantoso. Con inimaginable estruendo el árbol se hundió en el lago rasguñando la sosegada superficie y destruyendo la armonía del lugar.
Bruscamente, Gruldia abrió grandes los ojos y su respiración se volvió jadeante. Echó a correr hacia el lado opuesto del lago. Incapaz de reflexionar con tanto ruido, Kéur la siguió sin comprender su objetivo.
Otra explosión se oyó muy cerca, acompañada de la caída de otro árbol.
¡Y otro! ¡Y otro más! De protnto fue como una avalancha de vegetación. Los árboles caían uno tras otro como fichas de dominó.
Pero a pesar del cataclismo que parecía sacudir a la selva entera, los dos jaguares continuaban corriendo, implacables. A medida que avanzaban, las explosiones se hacían más fuertes y más frecuentes, mientras que una lúgubre nube de humo invadía el aire.
Fue en ese momento que Kéur comprendió hacia dónde su madre se dirigía, y entendió que su objetivo era prácticamente inalcanzable: la madriguera, refugio de suspequeños, parecía encontrarse en el corazón del infierno.
El humo y su olor volvieron muy difícil la búsqueda de la pequeña cueva. Al encontrarla, Gruldia se precipitó hacia la entrada y gimió. Dos de sus cachorrillos estaban intentando liberar al último que se hallaba atorado entre piedras y troncos abatidos. Pero este no se movía y sus ojos color ámbar parecían ciegos y apagados. Enseguida, la madre jaguar supo que el pequeño jaguar nunca saldría de la madriguera.
Una hora más tarde, Gruldia, Kéur y los cachorros sobrevivientes iban bordeando lo que había un día sido un hermoso lago esmeralda rodeado de árboles y que los hombres habían convertido en un charco fangoso lleno de troncos y ramas muertas. La hembra jaguar miraba el lugar con tristeza y amargura. ¿ Cuántas veces había visto ya semejante desolación? ¿Cuántes veces volvería a ocurrir semejante tragedia? ¿Hasta cuándo debería huir de los hombres y de sus explosivos? ¿Hasta cuándo encontraría árboles sanos, lagos claros y tapires para sobrevivir?
A los hombres no parecían importarles esas preguntas.